Carlos F.

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¿Entoncés está ahí? No puedo creer que sea cierto. No pretendo contrariarte pero es difícil pensar que está tan cerca, apenas cruzando el río. No es posible.


¿Pero cómo F. iba a saber quién era esa persona si ni siquiera conocía su nombre? Nunca habían tenido contacto, eso era cierto, tan cierto como el presentimiento de alguien antes de que llegara...

- No, no sé quién es usted.
- Mi nombre no importa demasiado pero por convención y respetando los principios de todo diálogo le diré que me llamo S., ya podemos ir a lo importante.

¿Qué era lo importante para S.? Pese a la incomodidad de la situación había generado interés y ahora F. quería saber de qué hablaba, si valdría la pena conocer la otra orilla.

- ¿Qué es lo importante?
- La otra orilla. ¿No la ves? Claro que desde acá parece lejana, inalcanzable. ¿Vos sabés nadar? Aunque tampoco es necesario, con un bote podés llegar. Yo tengo un bote.
- No entiendo qué importancia hay en llegar a la otra orilla y menos aún la oferta, que agradezco pero no tengo interés en aceptar.

S. sonrió sin separar los labios. Sus ojos se posaron en el horizonte, guardó silencio por unos segundos que parecieron eternos y luego dijo:

- ¿Qué estarías dispuesto a hacer si todos, y cuando digo todos quiero decir desde lo mínimo hasta lo más extremo, todos los sueños estuvieran cruzando el río?
- ¿Sueños? Hace tiempo que no tengo sueños. ¿Existen los sueños? No hay nada para mí en la otra orilla.

S. apuntó con su dedo índice de la mano derecha hacia adelante, miró a F. y dijo:
- Entonces vamos a cruzar en el bote, no hay nada que perder.

Continuará...
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¿Entoncés está ahí? No puedo creer que sea cierto. No pretendo contrariarte pero es difícil pensar que está tan cerca, apenas cruzando el río. No es posible.


F. estaba como cada tarde de verano, sin preocupaciones, lanzando piedritas al río. Le gustaba la soledad para contemplar las olas de ese río marrón, los pájaros que interrumpían cualquier reflexión, la brisa que en un movimiento brusco sería viento.

Aquella primera tarde era como tantas otras. Sin embargo esta vez notó una presencia, la presintió a decir verdad porque no había nadie allí. Hasta que, acaso una hora más tarde, apareció alguien. Que otra persona estuviera en la zona inquietaba a F. porque alteraba esa situación cómoda y placentera de la que disfrutaba cada tarde. No había temor pero sí algo de recelo.

Guarecido a la sombra de un árbol, se quedó observando y durante mucho tiempo no sucedió nada. Fue tras un par de horas al menos que la otra persona se acercó. No cabían dudas, estaba dirigiéndose hacia F. con ignoradas intenciones. A pocos metros se detuvo y dijo:

- ¡Qué calor! ¿Podría compartir algo de sombra?

¿Compartir algo de sombra? ¿qué tipo de pregunta era esa? Había otros árboles, ¿por qué no se iba a buscar sombra en algún otro? No terminó de preguntarse estas cuestiones que ya estaban sentados ambos a la sombra, la misma sombra.

- No es casual que esté aquí. Vine en aquél bote que puede verse amarrado al muelle. Fíjese, está allá. Vengo desde la otra orilla.

¿Por qué me cuenta estas cosas? ¿no es casual que esté aquí? Sólo aumentó la inquietud de F. que hablo con voz tranquila.

- Lindo bote el suyo. Nunca estuve del otro lado, ¿es como acá?

Una carcajada sorprendió a F., que frunció el seño sin entender.

- ¿Usted no sabe quién soy, cierto?

Continuará...
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Todo comienza desde arriba. El movimiento inicia de modo lento, casi imperceptible, para ir ganando velocidad y aceleración en la medida que avanza, que se desliza hacia abajo.


¿Qué es lo que ves? Durante el recorrido, en un tiempo muy breve, se completa la maravilla, ese pequeño milagro al alcance de la mano. A veces puede anticiparse pero es frecuente que suceda sin aviso, que no podamos prepararnos para el hecho.

Todo comienza desde arriba y eso significa que podría ser mental. Que imaginamos más de lo que ocurre en verdad y es por ello que cada vez se ve menos, se nubla la vista, se corre el peligro de ceguera y sus efectos, físicos y emocionales.

¿Qué es lo que ves durante este eclipse vertical? Todo comienza desde arriba y es mejor cerrar los ojos. ¿Así se siente menos o, por el contrario, es más intenso? No depende de la voluntad porque en algún punto será imposible mantener los ojos abiertos y entonces la decisión será, si es posible, volver a abrirlos de inmediato o más tarde.

Todo empieza desde arriba, desde el ojo inundado que deja caer esa lágrima que describe este eclipse vertical descendiendo sobre la mejilla. ¿Qué es lo que ves cuando no podés ver más allá de esas gotas que eclipsan a los ojos, a esos otros ojos que son los que deseas ver?

Siempre es peligroso
mirar directo a los ojos.
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Salvo por la molestia que sintió al despertarse, algo ligero además, la vida de P. lo tenía todo. No había preocupaciones que atormentaran su vida desde ningún punto de vista, ni siquiera el económico. Solía levantarse de la cama y salir al amplio balcón con vista al mar, posar la mirada en el horizonte y contemplar en silencio el espectáculo de las olas, de los pájaros a lo lejos o de algún barco aventurero.


La sensación no fue de dolor, al menos no se asemejaba a ningún tipo de dolor conocido, era como un cambio de ritmo repentino y delicado en el latido de su corazón. No en todos los latidos sino en alguno, de forma irregular, una sensación pasajera que pronto volvía a la normalidad.

Su desayuno era generoso de frutas y otros alimentos pero esta vez apenas tuvo ganas de beber el jugo y morder la manzana. Algo lo llevó a mirarse al espejo.

Estaba justo delante de su cara pero no pudo verlo. Examinó su semblante hasta mirar detalles ridículos pero no logró verlo. Se dió ánimos y seleccionó la ropa adecuada para una mañana fresca.

Sus pasos lo llevaron en un camino sin rumbo, una urgencia desconocida lo motivó a caminar más de lo habitual, saliendo del recorrido con parada en el puesto artesanal de la feria. Hoy necesitaba caminar más, sentir el viento en su rostro y el aire ingresando en sus pulmones, sentía que le faltaba un poco de aire pese a no hacer ejercicio. Su paso era regular y firme, un tanto más veloz que los otros transeúntes pero sin prisa, sin obligación de llegar a ninguna parte.

Se detuvo casi a la entrada de un mirador, una loma con asientos que permitía ver hacia la avenida principal y hacia el mar, dependiendo de la ubicación. Nunca había estado allí pero algo le resultó familiar.

Otra vez la molestia en el pecho. Pensó en visitar al médico aunque no sentía dolor. Llamaría a su asistente M. para que postergara su agenda, que no tenía nada importante que requiriera su atención inmediata, pero algo lo impulsó a ir en persona a comunicarle a M. su deseo. Quizás también podría solicitar el turno con el médico.

Estaba entre sorprendido, ya que su salud no lo había golpeado nunca, y aturdido por no entender muy bien qué era eso que lo molestaba, entre idas y vueltas, incomodando la tranquilidad de sus días. No temía, porque ni siquiera lo contemplaba, que fuera grave, era jóven y la muerte no era algo de qué preocuparse. Siempre era mejor prevenir pero más importante era conocer de qué se trataba todo esto. Podría hacer su vida sin que nadie notase su molestia, no era ese el problema. La complejidad era que él sentía algo inexplicable.

El trayecto hasta su oficina era de apenas unas cuadras. Con sus primeros pasos comenzó a notar que la molestia extendía su duración en el tiempo aunque no empeoraba su intensidad. No le dolía, sólo lo molestaba durante más tiempo. Y más aún con cada paso. Se detuvo pero nada cambió.

Controló su temperatura, descartando fiebre y tampoco había rastros de sudor. Caminó más lento intentando bajar su ritmo cardíaco pero no funcionó. Decidido a terminar con esta extraña situación aceleró el paso y hasta corrió los últimos metros hasta llegar a la puerta del edificio donde tenía su oficina. Se peinó, acomodó sus ropas e ingresó al hall disimulando, mirando hacia todas partes porque la molestia persistía, terca e intensa en su pecho.

Llamó al ascensor, impaciente, subió casi de un salto y presionó con nervios temblorosos el botón del segundo piso. Nunca le había parecido tan lento el viaje ni tan alto ese segundo piso. Al abrirse la puerta bajó intentando mantener la calma y la compostura, se acercó al espejo del pasillo y pudo verlo. Ahora sí, se preguntó cómo había sido posible no verlo a la mañana, después del desayuno.
Ahora sí, sus latidos eran más intensos, más fuertes y cortos, con esa sensación de que el corazón quería salirse del pecho. Pero más que preguntarse por el motivo de todo esto, tan repentino, sus dudas se convirtieron en una sola pregunta: ¿será posible...?

Entró a la oficina abriendo la puerta con fuerza desmedida, todo su cuerpo comenzaba a colapsar y sin sentido de tiempo y espacio buscó a M., que estaba en su escritorio.

M. levantó la mirada y cuando se cruzaron sus ojos con los de P. el corazón agitado recuperó su ritmo normal, alejando cualquier síntoma de colapso. Y entonces P. que creía tenerlo todo finalmente tuvo el motivo de esa extraña sensación en el pecho, de ese corazón con ritmo molesto.
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Como hijo de un arquitecto y una esclava, Ícaro comenzó su existencia por la vía difícil. No podía salir de Creta y tampoco su padre Dédalo, creador del célebre laberinto cretense. Los retenía Minos, rey de aquella isla y quien hizo construir el laberinto que contenía al Minotauro. Como vemos, al rey le gustaba el secuestro.


Dédalo, un arquitecto de tan gran talento, no se quedó de brazos cruzados y ante el impedimento de salir por tierra o mar optó por crear un medio alternativo que les permitiera el escape aéreo. Con plumas y cera diseñó un arnés que podía elevarlos lo suficiente para lograr la huida. Sin embargo, advirtió a su hijo que no volara demasiado bajo ni demasiado alto.

Acaso por la emoción del escape, acaso por asomarse a la belleza de una bóveda celeste que parecía al alcance de la mano y cercano a la felicidad, Ícaro voló muy alto y cerca del Sol, cuyos rayos derritieron la cera, desarmando sus alas y haciendo que cayera al mar. Ícaro no pudo sobrevivir pero sí Dédalo, que llegó sano y salvo a Sicilia.

La moraleja habitual de esta historia es que Ícaro quemó sus alas, perdiendo la vida, por volar más alto de lo que debía y que debemos mantener nuestras metas dentro del terreno de lo posible, nuestras aspiraciones en el patio. ¿Tenían un techo sus alas o sus sueños? ¿podemos, en forma razonable, volar bajo incluso cuando la felicidad parece estar cerca, abrasadora, asfixiante y brutalmente cerca?

No sé cuáles serán sus respuestas a estas preguntas. Poco puedo ayudarlos a pensar ahora que estoy sin alas, hundiéndome...

Imagen: La caída de Ícaro, de Jacob Peeter Gowy, Museo del Prado (España)
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